Isabel I, la Católica
written by Casa Real de España
Isabel I, La Católica, era hija de Juan II de Castilla y de su segunda esposa, Isabel de Portugal. Nació en Madrigal de las Altas Torres, el 22 de abril de 1451. A la muerte de Juan II (1454), Isabel, que apenas sí tenía cuatro años de edad, fue llevada al castillo de Arévalo, donde pasó su infancia bajo la vigilancia maternal. Isabel de Portugal tardaría unos años en sufrir la terrible enfermedad que alteraría su razón, enfermedad que heredará su nieta, Juana I de Castilla.
Creció Isabel alejada del ruido, de la pompa, del fausto y galantería que imperaba en la banal corte de su hermanastro Enrique IV. Isabel aprendió a leer y a escribir correctamente el castellano y el latín, gracias a las enseñanzas de Beatriz Galindo La Latina, así como retórica, filosofía e historia. Por su educación y carácter, sintió una gran predisposición a la reflexión y a la lectura, un gran amor por los libros y escasa inclinación por las cosas frívolas. De claro entendimiento, daría pruebas a lo largo de su vida de poseer un carácter magnánimo y justiciero, así como de una tenaz voluntad.
Gran pesar debieron de producirle a Isabel los tristes acontecimientos que sacudían a Castilla. La facción nobiliaria, que se negaba a reconocer por heredera a Juana, al atribuir su paternidad a Beltrán de la Cueva, destituyó a Enrique IV. El 5 de junio de 1465, en las proximidades de Ávila, los confederados desposeyeron de sus atributos reales a una efigie del rey. Tras la degradante ceremonia, sentaron a su hermanastro Alfonso en el vacío trono y le aclamaron como nuevo soberano de Castilla. El marqués de Villena, jefe de la facción rebelde, propuso a Enrique IV deponer las armas a cambio de que éste perdonara a los amotinados, reconociera a Alfonso, como heredero de la corona de Castilla, consintiera que su hermano, Pedro Girón, gran maestre de la Orden de Calatrava, casara con Isabel, y le fueran devueltos sus antiguos cargos en la corte. A todo esto consintió el monarca, que compró a precio tan humillante su tranquilidad.
Aunque Isabel acataba la voluntad del rey, al considerar que con estos pactos se ponía fin a la guerra civil, no es menos cierto que le invadió una gran desazón al verse sometida a un matrimonio que no deseaba. Sin embargo, la infanta tuvo suerte y no fue necesario que pusiera a prueba la lealtad debida a su hermanastro. Pedro Girón falleció en Villarubia, de camino hacia Madrid, blasfemando por no heber podido culminar sus propósitos. Las crónicas apuntan que murió ayudado por hierbas, es decir, envenenado. Esta muerte desbarataba los planes del marqués de Villena, con lo que la guerra civil prosiguió. Las fuerzas reales y las rebeldes se enfrentaron en la batalla de Olmedo, quedando el resultado indeciso.
La inesperada y extraña muerte del infante Alfonso, con toda probabilidad víctima del veneno, ocurrida el 5 de julio de 1468 en Cardeñosa, cuando apenas sí tenía quince años, dejaba a Castilla sin heredero varón. El marqués de Villena convenció a Enrique IV de que él y todos los sublevados depondrían las armas si reconocía a su hermanastra Isabel como heredera. Por el vergonzoso pacto de los Toros de Guisando (19-09-1468), Enrique IV deslegitimaba a su hija Juana y reconocía a Isabel por heredera y sucesora de sus reinos. Al mismo tiempo, el monarca se comprometía a no casar a la infanta en contra de su voluntad, pero Isabel tampoco podría contraer matrimonio sin el consentimiento de su hermanastro. Grandes y prelados, testigos del pacto, reconocieron a Isabel como Princesa de Asturias.
Varios fueron los candidatos a la mano de Isabel: Carlos, Príncipe de Viana; Pedro Girón, maestre de Calatrava; Carlos, hijo de Luis XI de Francia, al que la infanta rechazó por ser contrahecho y enfermizo. Finalmente, dos candidatos optaron a su mano: Fernando, hijo de Juan II de Aragón y de Juana Enríquez, y Alfonso V de Portugal. Enrique IV proyectaba un amplio plan matrimonial: casar a Isabel con Alfonso V y a Juana La Beltraneja con un hijo de éste. El monarca, tras hacer jurar a su hermana que nada se resolvería sin su consentimiento, partió para Andalucía, mientras Isabel permanecía en Madrigal.
Los partidarios de una alianza con Aragón, apremiados por el astuto Juan II, en quien latía la vieja idea de unir las dos coronas, decidieron precipitar los acontecimientos. El infante Fernando llegó secretamente a Valladolid, donde se hallaba Isabel, disfrazado de mozo de mulas y formando parte de una expedición de mercaderes catalanes, dispuestos a celebrar inmediatamente los esponsales. Isabel, para acallar sus escrúpulos, escribió a su hermanastro solicitando su permiso. Sin que llegara una respuesta de Enrique IV, el enlace se celebró el 19 de octubre de 1469. Tenía Isabel dieciocho años y era de mediana estatura, bien proporcionada, muy blanca y rubia, de ojos entre verdes y azules, de mirar gracioso y honesto, y un rostro hermoso y alegre.
Fernando tenía un año menos que su esposa. la consanguinidad que afectaba a ambos cónyuges -la madre de Fernando, Juana Enríquez, era hija del Almirante de Castilla, descendiente de la casa de Trastámara y, por lo tanto, emparentada con Isabel, que era prima de Fernando- se resolvió presentando a Isabel una bula de dispensa pontificia firmada por el papa Calixto, bula que había sido falsificada por el obispo de Segovia. Esa noche se consumó el matrimonio. De acuerdo con el tradicional rito nupcial, horas más tarde, se presentó la sábana ensangrentada a los testigos regios como prueba de la virginidad de la novia. Enrique IV, al enterarse de la consumación del matrimonio de su hermanastra, anuló el Tratado de los Toros de Guisando y declaró a La Beltraneja Hija legítima y heredera del trono. no obstante, las vacilaciones de los partidarios de Juana permitieron que la habilidad y la astucia de Juan II de Aragón -ya casi ciego- reunieran en torno a Isabel y Fernando a lo más importante de la nobleza castellana: el arzobispo de Toledo, el Almirante de Castilla, el cardenal Pedro Gonzáles de Mendoza, el arzobispo de Sevilla… la muerte del marqués de Villena puso fin a sus eternas intrigas, lo que propició un acercamiento entre Isabel y Enrique IV. Poco después, en extrañas circunstancias, moría Enrique IV (11-12-1474) sin nombrar sucesor al trono. Los partidarios de la legitimidad de Juana la Beltraneja y los de Isabel se aprestaron para la guerra de sucesión, que habría de durar siete años.
Isabel fue reconocida en Segovia reina propietaria de Castilla, el 13 de diciembre de 1474, a la edad de veintitrés años, dos días después del fallecimiento de Enrique IV. Su esposo Fernando, que se hallaba ocupado en la guerra del Rosellón, no pudo asistir a la ceremonia. Cuando Fernando llegó a Segovia para hacerse reconocer rey de Castilla, en virtud de su condición de descendiente de la casa de Trastámara, surgió un conflicto que pudo tener graves consecuencias. Pretendían los aragoneses que Fernando fuera reconocido rey de Castilla y que las Cortes de Segovia le reconociera como tal. Con prudencia y dulzura, pero también con firmeza, pudo convencer Isabel a su esposo de la necesidad de permanecer unidos en unos momentos en que los partidarios de Juana cuestionaban su legitimidad para ocupar el trono. Ante la guerra que se avecinaba se impuso el buen criterio y, en 1475, se firmaba la Concordia de Segovia, por la que se determinaba la parte que a cada uno le correspondía en el gobierno, la cual se concretaría en el espíritu del lema; «Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando».
Alfonso V de Portugal, llamado el Africano por sus victorias sobre los musulmanes del norte de África, de corto entendimiento, largas iniciativas, terco, bronco y batallador, aceptó la mano de Juana, de trece años de edad, llevado por la intención de unir Castilla a Portugal. Alfonso V penetró en Castilla al mando de un nutrido ejercito. Ante el peligro, Isabel desplegó una gran actividad. Se trasladaba a caballo de un lugar a otro para recibir y vigilar los auxilios que le llegaban, daba órdenes, atendí a todo, de tal forma que se convirtió en el alma del ejército. Pese a todo, Fernando sufrió una grave derrota ante los muros de Toro, donde se había atrincherado el ejército portugués. Isabel no se dejó amilanar por este desastre. Con un nuevo ejército Fernando conseguía tomar Zamora, aplastar a los portugueses en Toro y desalojarlos de sus posiciones (1476).
El fracasado intento de Alfonso V de conseguir la ayuda de Luis XI de Francia, cuya neutralidad había comprado el astuto Juan II de Aragón al cederle el Rosellón, fue funeste para los Partidarios de Juana. Pronto empezaron a menudear las deserciones de villas, ciudades y nobles que se acogían al perdón otorgado por Isabel en las Cortes de Madrigal (1476). En 1479, Francia y Castilla ratificaban sus acuerdos, por los que, entre otros apartados, Luis XI reconocía a Isabel por Reina de Castilla. Decidió Alfonso V hacer un nuevo intento, pero fue derrotado por Fernando en los campos de Albuera, cerca de Mérida, el 24 de febrero de 1479. Fernando tuvo que acudir a Aragón a fin de tomar posesión de sus Estados por muerte de su padre Juan II. Isabel y la infanta Beatriz de Portugal, tía de la reina de Castilla, fueron las encargadas de diseñar los preliminares de la paz.
El 4 de septiembre de 1479, en Alcaçovas, se firmaba la paz entre Castilla y Portugal, por la que ambos monarcas renunciaba a sus respectivas pretensiones. Juana ingresaba en el convento de Santa Clara de Coimbra, donde moriría en 1530.
Terminada la contienda civil, Isabel se trasladó al reino de Aragón. Acompañada de su esposo y de su hijo Juan -nacido en Sevilla, en 1478- llegó a Calatayud, donde las Cortes del Reino reconocieron como heredero de Aragón al príncipe Juan, y ambos esposos juraron respetar y mantener los privilegios y costumbres del reino (1481). De Aragón pasaron los reyes a Cataluña, jurando ante las Cortes de Barcelona respetar los fueros y privilegios del aquel Condado perteneciente a la Corona de Aragón. Desde allí, viajaron los reyes a Valencia, donde fueron agasajados con grandes festejos. Con ello, aunque cada uno de los reinos mantenía su propia independencia, se lograba la unión dinástica de la Corona de Castilla, León con la Corona de Aragón.
Castilla, en el momento de subir al trono Isabel, se componía de los antiguos reinos de Asturias, Galicia, León, las provincias de Vizcaya y Extremadura, bajaba por las llanuras de Andalucía hasta el Mediterráneo y se prolongaba hasta Murcia; sólo Granada permanecía como último reducto árabe. Esta enorme extensión, y la industria de sus habitantes, hacían de Castilla el reino más poderoso de la Península. Sin embargo, el reino que Isabel había heredado se hallaba exhausto, degradado, la corona reducía a la indigencia y la autoridad real carecía del prestigio y de la fuerza para domeñar a la levantisca y ambiciosa nobleza. Este desgobierno era la consecuencia de reyes débiles, que había dejado la gobernación en manos de ambiciosos validos. La aportación de los reinos patrimoniales de Fernando ampliaba los horizontes castellanos desde los Pirineos hasta Valencia, teniendo en el Mediterráneo importantes posesiones: Cerdeña, Sicilia y las Baleares. Isabel comprendió que la posesión de tan vastos dominios debía ir acompañada de la restauración del orden y de la autoridad real. Así, pues, en cuento acabó la guerra de sucesión, se entregó por completo a las reformas: justicia, autoridad real, sujeción de la nobleza, corrección de las ambiciones y vicios del clero, imponer el orden, acabar con los ladrones, merodeadores y forajidos… En pocos años, se logró lo que parecía tarea imposible. Bajo la vigilancia de la renovada Santa Hermandad, volvió el orden, y los campesinos pudieron labrar pacíficamente sus tierras. Solamente en Galicia se arrasaron más de trescientas fortalezas, y quince mil forajidos tuvieron que abandonar el reino. La díscola nobleza, acostumbrada a abusar de sus privilegios, al ver cómo Isabel no tenía en cuenta a la sangre más ilustre a la hora de ocupar altos puestos, sino que nombraba a los más capacitados sin importarle que fueran de clase inferior, terminó por doblegarse ante el asombro que causaban las tendencias liberales de la reina. No obstante, los nobles intentaron un último acto de rebeldía, y amenazaron con abandonar la corte y tomar las armas; pero la enérgica Isabel no se dejó amedrentar y les respondió con estas palabras: «Podéis seguir en la corte o retiraros a vuestras posesiones, como gustéis; pero mientras Dios me conserve en el puesto a que he sido llamada, cuidaré de no imitar el ejemplo de Enrique IV, y no seré juguete de mi nobleza». Esta vez, la nobleza, enfrentada a una reina decidida y enérgica, tuvo que claudicar. En 1480, las Cortes de Toledo desposeyeron a los nobles de la mitad de las rentas que habían usurpado desde 1464. Una parte de estas rentas las distribuyó Isabel entre las viudas y los huérfanos de los soldados que habían muerto en la guerra de sucesión. Este acto le ganó la voluntad de todo el pueblo.
El inmenso poder y riqueza que habían ido acumulando las Órdenes Militares, a la largo de los años de la Reconquista, llamó necesariamente la atención de Isabel, cuya autoridad podía ser contrarrestada por tan poderosas instituciones. En tiempos de Isabel, la Orden de Santiago percibía una renta de seiscientos mil ducados; la de Calatrava, cuatrocientos mil; la de Alcántara, cuatrocientos cincuenta mil. Estás Órdenes podían poner sobre las armas a varios miles de hombres. Las Órdenes poseían castillos y conventos fortificados, esparcidos por toda la geografía del reino, y su riqueza sobrepasaba a la de la reina. Por lo tanto, Isabel presionó para que el capítulo de las Órdenes no nombrara directamente a sus maestres. Desde entonces, los reyes de Castilla ostentaron la dignidad de Grandes Maestres de las Órdenes, y los Papas, que al principio se habían reservado este privilegio, lo perdieron.
Tampoco desconocía Isabel el enorme poder de que disponía el episcopado castellano, cuyos arzobispos disfrutaban de grandes rentas, poseían villas y eran unos reyezuelos en miniatura. No había olvidado Isabel cómo el arzobispo Carrillo, en la trágica farsa de Ávila, había arrancado, ante el clamor de los confederados, las insignias reales del maniquí que representaba a Enrique IV. Este mismo arzobispo, unido a la causa de Isabel, había tenido la desfachatez de amonestarla con estas palabras: «Así como pude poner el cetro en sus manos, podría obligarla, si quisiese, a tomar la rueca». Aunque Isabel había sido educada en el respeto a los ministros de Dios y, sobre todo, al Papa, se mostraba muy susceptible cuando se trataba de la independencia de la corona o de sus derechos, o si los veía amenazados o atacados, y, entonces, respondía con altivez y energía. Pese a la oposición del papa Sixto IV, que defendía su derecho absoluto a nombrar obispos y beneficios vacantes, Isabel no se arredró, y obtuvo, tras arduas negociaciones, una bula del Papa, según la cual éste se comprometía, desde entonces, a ratificar las vacantes en favor de personas dignas por sus virtudes o sus méritos. Bajo la dirección del cardenal Cisneros, pero impulsada por Isabel, se acometería una profunda revitalización de la vida eclesiástica que afectó a las principales órdenes religiosas, cuyo resultado fue la dignificación del episcopado.
El Consejo Real se transformó para que fuera el órgano central del gobierno, asesor de los monarcas y tribunal supremo de justicia. Se creó el cargo de corregidor, funcionario nombrado por los reyes para imponer la autoridad del trono en las grandes ciudades. Se acometió la reforma del ejército, que se transformó en permanente y profesional, dotándola de mejor armamento y dando mayor importancia la artillería, de reciente invención, para lo que se hicieron venir especialistas de Francia, Italia y Alemania. Tampoco descuidó Isabel la atención a los heridos, fundando los que se llamaron Hospitales de la Reina, que consistían en grandes tiendas móviles que se colocaban en la retaguardia del ejército y contenían todo el material y personal necesario.
1492 será un año trascendental para Castilla, y lo será por tres hechos singulares: la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón y la expulsión de los judíos.
En 1841, los granadinos atacaron la villa de Zahara y expulsaron a la guarnición castellana. Isabel y Fernando, además de otros motivos ancestrales, guardaban un grave resentimiento contra los reyes granadinos. Cuando, en 1476, Fernando reclamó en pago de las parias acordadas en tiempos de Juan II de Castilla, el rey granadino, Abul Hasán Alí, respondió al enviado: «Di a tu amo que los que pagan tributo han muerto, y que en Granada no se fabrican ya para los cristianos más que hierros de lanzas y hojas de cimitarras». Ante la provocación de la toma de Zahara, los reyes no dudaron en declarar la guerra a Granada. Dado que no se podía pensar en atacar directamente la capital del reino granadino, ya que las crestas de sus montañas estaban coronadas con un cinturón de fortalezas, se optó por ir apoderándose de las plazas más importantes y de los puertos, para que no pudieran recibir suministros ni refuerzos del norte de África. Una vez consumado el bloqueo, se pondría sitio a Granada para rendirla.
Once años tardaría Castilla en dominar el reino granadino: años cuajados de dificultades, de derrotas y de victorias, de momentos de desánimo, que, sólo gracias a la enérgica voluntad de Isabel, pudieron ser superados. Ella se convirtió en el alma de la cruzada, vigilando para que no decayera la moral de su ejército, atenta siempre a que no le faltaran suministros. La primera plaza que perdieron los granadinos fue Alhama (1482), que Abul Hasán Alí, al que los castellanos llamaban Muley Hacén, intentó en vano recobrar. Pese a las derrotas que los castellanos sufrieron en la Ajarquí y en Loja, el avance continuó.
La guerra civil que estalló en Granada vino a favorecer a las armas castellanas. Años atrás, en una de sus incursiones por tierras cristianas, los granadinos hicieron prisionera a Isabel de Solis, hija del comendador Sancho Jiménez de Solis. Isabel se convirtió al islamismo y adoptó el nombre de Soraya («Lucero del Alba»). El anciano Abul Hasán Alí se enamoró de Soraya y la hizo su esposa. La Sultana Aixa, temerosa de que los hijos de Zoraya pudieran un día disputarle el trono a sus propios hijos, urdió una conspiración contra su esposo. Abul Hasán Alí, enterado de su traición, la confinó en el Albaición junto con sus hijos Abu Abd Allah, llamado Boabdil, y Yusuf. Aixa logró escapar, y las luchas civiles estallaron en Granada. Los abencerrajes, partidarios de Boabdil, lograron vencer a los Zegríes, seguidores de Abul Hasán Alí, que se vio obligado a salir de Granada y refugiarse en Málaga, donde su autoridad era aún reconocida (1483). Los segríes admitieron como Jefe a Abu Abda Allah al-Zagal («el Bravo»), hermano del depuesto rey, que llegó a un acuerdo con Boabdil para repartirse el reino. Al-Zagal se instaló en la Alhambra y Boabdil en el Albaicin, hasta que, en 1487, Boabdil consiga hacerse con el dominio total de Granada.
La desunión de los musulmanes granadinos, agravada por las luchas intestinas, aceleró las conquistas castellanas, la toma de Vélez-Málaga dejaba el camino abierto hacía Málaga, que fue rodeada de un círculo de fuego por mar y tierra. Tres meses de asedio consumieron las reservas de víveres y municiones, viéndose obligados los malagueños a comer inmundicias: perros, gatos y caballos -en los últimos días de asedio, la necesidad les hizo fabricar una especia de pasta compuesta de hojas de vid y palmeras fritas con aceite-. La respuesta que dio Fernando a una comisión malagueña que solicitaba una rendición digna fue terrible: las únicas condiciones serían las que impusiese su venganza. Málaga se rendía sin condiciones el 18 de agosto de 1487. Al día siguiente, Isabel y Fernando entraban en la ciudad con gran séquito de nobles, magnates del reino y capitanes del ejército, cubiertos de lucientes armaduras y seguidos de sus porta-estandartes. Los prisioneros fueron divididos en tres lotes: uno se destinó al canje por cautivos cristianos que estaban en África; otro lo repartieron los monarcas entre los que habían participado en la conquista de la ciudad; el tercero fue destinado a la venta, para sufragar así los enormes gastos que había ocasionado el prolongado asedio. Con la caída de Málaga, a la ciudad de Granada sólo le quedaba el puerto de Almería. En la primavera de 1489, se iniciaba el cerco de Baza, necesario para apoderarse de Guadiz y Almería. el sitio fue prolongado y penoso. Isabel cuidó de que a sus soldados no les faltara nada de lo necesario. Al escasear el dinero, la reina «envió todas sus joyas de oro y plata, y joyeles, y perlas, e piedras, a las ciudades de Valencia y Barcelona, a empeñar; y se empeñaron por grandes sumas de maravedís». Baza se rendía ese mismo año. Al-Zagal, al ver la imposibilidad de defender Guadix y Almería, terminó por entregar estas plazas a Fernando. Al-Zagal emigró al Magreb en 1490, donde, despojado por el rey de Fez de las riquezas que Isabel y Fernando le habían permitido llevarse, murió pobremente.
Ya sólo quedaba Granada por conquistar. El año 1490 transcurrió en preparativos. En abril de 1491, Fernando acampaba ante los muros de Granada, que, a la sazón, contaba con doscientos mil habitantes. Boabdil, hijo mayor de Muley Hacén, se había rebelado contra su padre y ocupaba el trono de Granada gracias al apoyo de los abencerrajes. Hecho prisionero cerca de Lucena, fue liberado por los monarcas castellanos, después de firmar un tratado de paz y entregar a su hijo Admad como rehén. Su tío, al-Zagal, no reconoció su autoridad y se inició una guerra civil, alimentada por los castellanos, que debilitó al reino nazarí. Boabdil, de carácter débil, melancólico y sin aliento para hacer frente a las huestes castellanas, anidaba en su corazón la secreta idea de rendirse. no obstante, el temor a la reacción de las facciones partidarias de oponer resistencia suicida le impidió tomar semejante resolución. La llegada de Isabel al campamento castellano reavivó la lucha. En julio, un incendio, que se declaró en la tienda de la reina, destruyó la casi totalidad del campamento cristiano. la reina, para evitar que ocurriera otro incidente, decidió edificar una ciudad en el mismo sitio. Desde sus murallas los granadinos contemplaron asombrados cómo, en menos de tres meses, doce mil personas venidas de las próximas ciudades andaluces levantaban la nueva ciudad. En contra de la opinión de sus soldados, que querían llamarla Isabel, la reina dio a la nueva ciudad el nombre de Santa Fe, como prueba de su determinación y esperanza de finalizar la conquista de Granada. La inutilidad de seguir resistiendo se hizo evidente, por lo que Boabdil se dispuso a entrar en negociaciones. La reina nombró para tan delicada misión a Gonzalo Fernández de Córdoba por ser persona de su total confianza y, sobre todo, por conocer la lengua árabe y el carácter de los musulmanes.
Las condiciones de la rendición se estipularon en Churriana, pueblecito cercano a Granada. El 28 de noviembre de 1491, ambas partes llegaron a un acuerdo, y Gonzalo de Córdoba pudo redactar el tratado definitivo. A boabdil se le reconocía el gobierno independiente de un pequeño territorio en las Alpujarras, mientras que los habitantes de Granada quedaban en libertar de emigrar a África o quedarse, siéndoles respetadas su haciendas, idioma y religión. El 2 de enero de 1492, Isabel y Fernando, acompañados de un nutrido y brillante séquito, hacían su entrada triunfal en la Alhambra, donde les esperaba Boabdil para hacerles entrega de las llaves de la ciudad. Poco después, en la torre del la vela, ondeaba el pendón de Castilla, y el ejército, al verlo desde la llanura, lo saludó con el grito: «¡Castilla, Castilla por Isabel!». Boabdil, acompañado de su madre y de un reducido séquito, abandonaba Granada camino de su minúsculo reino alpujarreño. Al llegar a la altura del padul, desde donde se divisaba Granada, se volvió Boabdil para ver por última vez a su querida ciudad, mientras por sus mejillas corrían las lágrimas. «¡Llora, llora como mujer, ya que nos has sabido defenderla como hombre!», le dijo su madre, la sultana Aixa. No permaneció mucho tiempo Boabdil en las Alpujarras. Isabel y Fernando, temerosos de que los inquietos moriscos pudieran levantarse bajo la bandera de su antiguo rey, concertaron un acuerdo por el que Boabdil les vendía sus propiedad por ochenta mil ducados de oro. El último rey nazarí se retiró a Fez, donde murió algunos años más tarde.
Con la conquista de Granada, Castilla se convertía en la dominadora de la Península y en uno de los Estados más poderosos de Europa. lejos quedaban los versos de un antiguo cantar de 1057, que decían de Castilla:
Harto era Castilla
Pequeño rincón
Amaya era su cabeza
Y Fitero el mojón.
En 1486, Fray Juan Pérez de Marchena, superior del convento de la Rábida, habló con el confesor de Isabel, Fray Hernando de Talavera, sobre los proyectos de un tal Cristóbal Colón, que prometía hallar una ruta más corta que la seguida por los portugueses hacia la tierra de las especias y la posibilidad de obtener grandes cantidades de oro. Durante cuatro años, Colón siguió a la corte castellana protegido por los reyes, quienes, en repetidas ocasiones, le hicieron entrega de sumas de dinero para que pudiera hacer frente a sus gastos personales. Después de muchas dudas en el proyecto, y la negativa de los reyes a aceptar las exigencias de Colón, la influencia de fray Juan Pérez de Marchena, la del físico Garcí Hernández y, sobre todo, la del judío converso Luis de Santángel cerca de Isabel, que era la más enamorada de lo que se consideraba una desatinada empresa -muchos tenían por loco a Cristóbal Colón, y se burlaban de sus quiméricos proyectos-, decidieron a la reina a firmar las capitulaciones el 17 de abril de 1492. En ellas Colón quedó nombrado Almirante, Virrey y Gobernador general de las tierras occidentales. Por fin, solventados todos los problemas, sobre todo los económicos, el 3 de Agosto de 1492 Cristóbal Colón se hacía a la mar con tres carabelas. Llevaba cartas de los reyes para el Gran Khan de Tartaria y a un converso judío experto en lenguas orientales. El 12 de octubre, después de sesenta y nueve días de navegación, avistó tierra y desembarcó en una de las islas Lucayas, a la que dio el nombre de San Salvador. A los pocos días, descubrió la isla de Haití, a la que llamó Española, en recuerdo a su segunda patria, y Santo Domingo. En marzo de 1493, Colón regresaba a España, llevando consigo los metales preciosos que había recogido, así como nativos y muchos productos de las tierras que había descubierto. Isabel, su protectora y amiga, le dispensó una acogida halagüeña. En septiembre de 1493, Colón partía para un segundo viaje. Castilla había ampliado sus dominios de una forma insospechada. Con el transcurso de los años, escribiría asombrosas páginas en la conquista del Nuevo Mundo.
En 1478, mediante una bula del papa Sixto IV, se autorizó en Castilla la Santa Inquisición. Si en un principio fue más bien una institución de orden público, pronto se convirtió en el brazo armado de la persecución religiosa contra judíos y moriscos. El Santo Oficio ya venía funcionando en Aragón desde hacía varios años, bajos los auspicios de Fernando. El horror que infundía la actuación del Santo Oficio, que se había hecho antipático al carácter libre e independiente de los aragoneses, llevó a los nobles de Aragón a conjurarse para matar al inquisidor Pedro Arbués. El inquisidor, apercibido del peligro que corría su vida, tomó la precaución de llevar puesta una coraza debajo del hábito de fraile. Pese a tal precaución, cierta noche, en el momento de arrodillarse en la catedral de Zaragoza, uno de los conjurados le clavó un puñal en la nuca, falleciendo Arbués en la misma iglesia. Con el paso de los años, el brazo terrible del Santo Oficio acabaría por abrasar a los mismos cristianos.
Conseguida la unidad territorial bajo un mismo cetro, y cerrado el largo periodo de siete siglos que había durado la Reconquista, se decidió, de una forma clara e inexorable, suprimir los elementos religiosos contrarios al catolicismo. El 31 de marzo de 1492, tres meses después de concluida la conquista de Granada, se decretó la expulsión de los judíos de España. Isabel y Fernando se había valido de los judíos para el cobro de los impuestos y la administración pública. Durante la guerra de Granada, los judíos habían ayudado eficazmente en la compleja maquinaria de aprovisionar al ejército y en la administración militar. Si alguna duda tenían Isabel y Fernando en estampar su firma en el decreto de expulsión, se encargó de disiparla el inquisidor Torquemada, el más fiero partidario de la expulsión. Los judíos, conocedores de los que se trataba, comisionaron a uno de los suyos para que tratase de parar el golpe. Usando de los medios que tan buenos resultados les habían dado en otras ocasiones, ofrecieron a los reyes treinta mil ducados en concepto de ayuda a los gasto de guerra. Torquemada, en medio de la conversación que mantenían los reyes con el enviado judío, penetró en la cámara donde se hallaban reunidos. De entre sus hábitos sacó un crucifijo y se lo mostró a los reyes, exclamando: «Judas Iscariote vendió a su maestro por treinta monedas de plata; Vuestras Altezas van a venderle ahora por treinta mil: aquí está tomadle y vendedle». Dicho esto, arrojó el crucifijo sobre la mesa y salió de la estancia tan violentamente como había entrado. la suerte de los judíos había quedado sentenciada: si no se convertían al catolicismo en masa, se verían expulsados del territorio en que venían viviendo desde la época del Imperio Romano. En la orden económica, la expulsión de los judíos contribuyo al empobrecimiento de España, pues arrojó a los únicos que era capaces de contrarrestar la desidia de los españoles por el comercio y los asuntos económicos. El éxodo produjo escenas colectivas de verdadero patetismo.
La intransigencia religiosa, personificada esta ver por el cardenal Cisneros, forzará a los musulmanes a bautizarse masivamente, aunque la mayoría de las conversiones fueron ficticias. Los procedimientos de Cisneros, que había ordenado quemar todos los libros en árabe que trataban de materia religiosa, disgustaron gradualmente a la mayoría de los moriscos por considerar que transgredía el acuerdo de 1491. El malestar fue creciendo. En 1499, estallaba la rebelión de las Alpujarras, que tuvo que ser sangrientamente aplastada por el propio Fernando.
La política exterior de Isabel y Fernando se centró en tres grandes objetivos: África, hacia donde Castilla dirigió sus miras tras la conquista de Granada; Italia, que gozaba de un interés tradicional para la corona de Aragón, y Portugal, al que se intentó unir a España mediante una inteligente política matrimonial.
En este contexto, se llevó a cabo la conquista de las islas Canarias, que culminó en 1493 con la toma de Tenerife. Muerta Isabel, el cardenal Cisneros continuará con la política africanista de la reina. Así, en 1505, se ocupa Mazalquivir, en 1509, Orán, y, en 1510, Bujía y Trípoli.
En el Mediterráneo fue donde más brilló el genio político de Fernando. En las luchas que sostuvo contra Francia, se pusieron de manifiesto la eficacia y las cualidades de las tropas castellanas, curtidas en las luchas contra el reino de Granada. El entrenado ejército fue enviado a Italia, al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, que revolucionaría la técnica militar de la época y cosecharía resonantes éxitos. Estas guerras, al tratarse de un asunto de la corona de Aragón, quedarán reflejadas en el reinado de Fernando II.
La política matrimonial de Isabel y Fernando se realizó en dos frentes: conseguir pacíficamente la unión con Portugal y buscar aliados o neutrales en las guerras contra Francia, también interesada en la posesión de Nápoles. En 1490, la primogénita de los reyes castellanos, Isabel, había contraído matrimonia con Alfonso, primogénito de Juan II de Portugal. Pero Alfonso murió en 1491, e Isabel tuvo que regresar a Castilla. Cuatro años más tarde, Isabel volvía nuevamente a Portugal, esta vez como reina, al casar con Manuel I el Afortunado. Desgraciadamente, en 1497, Isabel moría de parto en brazos de su madre, al dar a luz en Toledo a su hijo Miguel. Durante dos años, Miguel sería el virtual heredero de las coronas de Aragón, Castilla y Portugal, por muerte del príncipe castellano Juan. mas estas esperanzas quedaron malogradas al morir Miguel a la edad de dos años.
Consecuentes con su política matrimonial, Isabel y Fernando pactaron un doble matrimonio: el del príncipe Juan, heredero de la corona castellano-aragonesa, y el de su hermana Juana, con Margarita y Felipe de Austria, hijos del emperador Maximiliano I de Alemania y de la duquesa María de Borgoña. Bien sabía el astuto Fernando el golpe que asestaba a Francia enlazando su estirpe con los soberanos de Austria, pues María de Borgoña, hija de Carlos el Temerario, había aportado en dote matrimonial los Estados de Flandes y las pretensiones al ducado de Borgoña. Concertados estos matrimonios, Fernando no tuvo ninguna dificultad en constituir la Santa Liga contra Francia, en la que entraron Maximiliano I, la República de Venecia y el duque de Milán.
Los planes, tan bien urdidos, iban a ser desbaratados por la muerte. Juan moría en 1497, a la edad de diecinueve años, a causa, según las crónicas de la época, de su excesiva fogosidad sexual, que agotó su débil naturaleza, pues pasaba los días y las noches gozando del lecho con su bella esposa, la archiduquesa Margarita. El aspecto enflaquecido y demacrado que presentaba Juan, a los pocos meses de casarse, causó honda preocupación a los médicos. Éstos aconsejaron a Isabel separar a los jóvenes cónyuges por una temporada. Sin embargo, la reina consideró inoportuno autorizar una separación que podría retrasar el nacimiento de un heredero. Ante la insistencia de los galenos, la reina zanjó la cuestión alegando que lo que Dios había unido no debían separarlo los hombres. Tres medio año de matrimonio, la tisis se llevaba al príncipe Juan de este mundo. La temprana muerte del príncipe dejó en el aire si fue una desgracia o una ventura para Castilla. Según Jerónimo Münzer, que lo conoció cuando tenía diecisiete años, Juan era tartamudo y hablaba con mucha dificultad, y el labio inferior le colgaba de una forma no natural. El hijo que engendró murió a las pocas horas. Todo esto hace suponer que con el paso de los años, se hubiera ido poniendo de manifiesto con mayor gravedad. Ya desde su nacimiento Juan había presentado una gran debilidad física, lo que obligó a los médicos a emplear extractos vigorizantes, entre ellos el de tortuga. padecía, además, de labio leporino y tartamudez.
En 1500, Manuel I el Afortunado viudo de la infanta Isabel, solicitó a Isabel y a Fernando la mano de su otra hija, María. De este matrimonia nacerá Isabel, que casará con Carlos I y será la madre de Felipe II, quien podrá ostentar los derechos sucesorios a la corona portuguesa. Será María, de todos los hijos de Isabel y Fernando, la única que tendrá una vida feliz. Amada por su esposo y reverenciada por el pueblo luso, dará a Manuel I una larga descendencia.
La tercera hija de los Monarcas, Catalina, casada con Arturo, Príncipe de Gales, hijo de Enrique VII de Inglaterra, quedaba viuda a los pocos meses de su matrimonio. Poco después, contraía matrimonio con el nuevo Príncipe de Gales, Enrique. ya rey, con el nombre de Enrique VIII, repudió a Catalina para casarse con Ana Bolena, provocando un cisma religioso. Dejó Catalina una hija, María que sería reina de Gran Bretaña e Irlanda, y de España por su matrimonio con Felipe II.
La salud de la reina Isabel, que hasta 1496 había sido excelente, empezó a decaer. la muerte de su madre, Isabel de Portugal (1496), atacada por la locura, la sumió en una gran angustia, no sólo por el dolor que este pérdida suponía, sino por sus hijos y por ella misma. ¿Sería hereditaria la horrible enfermedad? Ya su hija Juana venía dando muestras de ciertos problemas mentales. El dolor de ver desaparecer a su hija Isabel y a su hijo Juan en pocos meses, sumió a la reina en un perpetuo duelo. La muerte de su nieto Miguel, destinado a heredar las tres coronas, la hundió más aún en la tristeza. Inesperadamente Juana y su esposo, el archiduque Felipe, se situaban en el primer término de la línea sucesoria.
El dolor de ver el comportamiento errático de su hija Juana, sumida en un exacerbado estado de celos provocados por el comportamiento de su esposo, y la intranquilidad que le produjo la enfermedad que tenía postrado en al cama a su esposo Fernando, agravaron el estado de Isabel, que ningún remedio acertó a dominar. Muy pronto rechazó con asco todos los alimentos, sintiéndose atormentada por una sed inextinguible. la enfermedad fue larga, pero hasta el último instante conservó la lucidez mental. comprendiendo que se acercaba su fin, reunió las escasas fuerzas que le quedaban y, en su lecho, con mano firme y segura, escribió su admirable testamento., espejo vivo de su espíritu y de su corazón. Dejaba como heredera a su hija Juana, pero, en caso de incapacidad o ausencia de está, su esposo Fernando asumiría la regencia hasta la mayoría de edad de su nieto Carlos.
Isabel estuvo dotada de una fuerte personalidad. Su carácter era recio y varonil, pero también afable y de trato agradable. Justiciera y generosa, con frecuencia olvidaba las afrentas hechas a su persona, pero las infracciones a las leyes las castigaba con rigor.
Demostró su tesón, tanto en la defensa de sus derechos dinásticos como en la guerra de Granada. Cuando lo consideró oportuno, vistió la armadura y participó en muchas acciones bélicas al lado de su esposo. Con su valor y su presencia, levantaba el ánimo de los combatientes, permaneciendo con sus soldados durante meses en el campamento de Santa Fe. Dió, a lo largo de su reinado, muestras de su heroísmo que raramente se encuentra en su sexo; pero si su ardor guerrero la lleva a exaltar el valor de sus soldados, su acendrada y sincera piedad le inducía a cuidar de su bienestar haciendo distribución de comida, ropas y dinero. Dotada de un excelente juicio, su esposo no hacía nada sin consultarle, hasta en lo que se refería a su reino patrimonial de Aragón. Si antes la corte había sido itinerante, durante el reinado de Isabel y Fernando la trashumancia se hizo un hábito. Se puede decir que vivían casi a lomos de caballos y mulas. El equipaje, compuesto de tapices, arcones, alfombras, lechos, almohadones, vestidos, etc., era transportado a lomos de reatas de mulas. Todo este equipaje era necesario e imprescindible para dotar de una mínima comodidad a los castillos, conventos, monasterios, casas de nobles, y, cuando no había otro alojamiento disponible, posadas o casas de campesinos, donde los reyes se veían obligados a pasar una noche o varios días. Gracias a esta incesante actividad, a su buen juicio y a una férrea voluntad, consiguió Isabel levantar a la Castilla postrada, decadente y podrida de Enrique IV. Uno de los arquitectos de la grandeza de España fue Isabel I de Castilla.
Si Isabel esta a dotada de una excelente inteligencia, poseía un corazón noble. siempre guardó para su familia un gran afecto, y a sus más allegados los trató con deferencia y cariño. Cuidó a su madre con gran ternura. Amaba a su esposo y a sus hijos más que a sí misma. A pesar de sus preocupaciones políticas y de sus constantes viajes, siempre encontró tiempo para acudir a la llamada de sus hijos y ocuparse de su educación. Su vida matrimonial estuvo condicionada por numerosas y a veces largas separaciones, impuestas por las necesidades políticas. Hubo problemas matrimoniales por razones de Estado, debido sobre todo a las suspicacias que despertaba Fernando entre los castellanos por su afán de gobierno personal. Sin embargo, siempre si impuso el buen sentido y el amor de Isabel por su esposo. los cuatro hijos naturales que tuvo Fernando con otra damas produjeron en Isabel una gran aflicción. Si para Fernando el enlace con Isabel fue una cuestión política, para ella no, pues, como dice Hernando del Pulgar: «Amaba mucho al rey su marido e celebrábalo sobre toda medida». Isabel luchaba denodadamente contra los celos que le producía la actuación de su amado esposo, por eso se rodeaba de damas virtuosas y de escaso atractivo físico. Si advertía que Fernando miraba a alguna dama de su entorno con sentimiento amoroso, buscaba prudentemente algún pretexto para despedirla, aunque siempre lo hacía con provecho y honor para la perjudicada. Aquí es donde se revela la verdadera naturaleza de su carácter. Como mujer, conocía las flaquezas de su esposo en cuestión de mujeres, y sabía muy bien que era pedir demasiado obligar a su cónyuge a una estricta castidad fuera del matrimonio. Así pues, sufrió en silencio este dolor, y tuvo la suficiente entereza de no aburrirle jamás con escenas de celos. Isabel tenía un alto concepto de su dignidad de Reina.
Moría Isabel I de Castilla, la Reina Católica, título que le había concedido el papa Alejandro VI Borgia tras la conquista de Granada, el 26 de noviembre de 1504, en Medina del Campo, a la edad de cincuenta y cuatro años, después de haber reinado durante treinta. Su cuerpo, amortajado con el hábito franciscano, fue trasladado a Granada, siguiendo las órdenes de su testamento. Durante semanas, el cortejo fúnebre, seguido de una nutrida representación, desfiló por los caminos y campos, inundados por una lluvia constante. El 18 de diciembre llegaban sus restos a Granada, donde recibió sepultura provisional en el monasterio de San francisco de la Alhambra. Años más tarde, sus restos serían trasladados a la catedral de Granada, en cuya Capilla Real reposan junto a los de su esposo, en el magnífico sepulcro esculpido por Francelli.